Celebración de la primera comunión Malacatos

Hoy al mediodía salí con mi hija mayor de casa para ir a almorzar juntas, antes de que ella entrara a la escuela. Caminábamos por la Calle Miguel Riofrío, y ya desde la mañana habíamos estado escuchando, incluso desde casa, los ritmos marcados de una banda con tambores sonoros. Al mismo tiempo, veíamos y escuchábamos los cohetes que estallaban en el cielo —una mezcla de música festiva y pirotecnia que anunciaba claramente que algo se estaba celebrando.

A medida que avanzábamos, los sonidos se hacían más cercanos, hasta que finalmente vimos acercarse el desfile. Pasó justo frente a nosotras: niños y niñas vestidos de blanco, muchas niñas con trajes de novia en miniatura, seguidos por padres y familiares con sus mejores galas, todos visiblemente orgullosos. En el centro del desfile, el cura, precedido por la banda que marcaba el paso con sus distintos instrumentos: tambores, trompetas y otros más.

Después de almorzar salimos nuevamente, y nos tocó pasar frente a la iglesia, donde la celebración seguía. Me fascinó ver cómo la gente salía del templo y, acompañada por la música de la banda, se sumaba a ese ambiente tan alegre, pero también algo surreal.

Miraba a mi alrededor y me di cuenta de cómo cada persona parecía estar en su propio mundo —o mejor dicho, cada familia en el suyo— compartiendo un mismo espacio, pero desde sus propias realidades. Yo tenía la suerte de poder observar todo desde mi perspectiva, casi como si estuviera viendo una película. Me encantó la banda, su música y cómo transformó por completo la atmósfera del lugar.